Por Carlos Gallegos P
Ayer que se cumplieron 30 años de la feliz inauguración del Teatro de la Ciudad Manuel Talavera Trejo con la expo pictórica de Olga Matar y otras actividades culturales, viene el recuerdo de otro pintor señero de Delicias: Guadalupe Alfonso Amparán Aguilar.
Qué talento el de Lupillo, como le decían sus vecinos de la Laguna Seca.
Qué vida la suya, qué desmemoria la nuestra al olvidar la magia de sus pinceles, el pulso de su mano excelsa para sembrar su arte en los lugares más impensados de las calles que recorría en sus diarias caminatas.
Los miles de rostros que dibujó a lápiz y a pincel, a tinta y a otras técnicas pictóricas que dominaba genialmente, las contadas acuarelas que dejó al descuido de los tiempos, la generosidad increíble de su frase al rechazar el pago que se le ofrecía.
“El arte no tiene precio” decía.
“Mejor vámonos tomando una soda y cada quien por su camino”.
Los tarahumaras y su desesperanza perpetua, los cristos sangrantes, desde luego sus palomas, signo distintivo de su obra, son trazos que nos ven desde las colecciones anónimas que guardan su talento en cuadros de lujo, en cuadros de marcos modestos, en los acantilados de las Vírgenes, en alguna barda vieja, en el vidrio de una ventana que mira al pasado y mira al futuro, que ve pasar al presente indiferente.
Sus ojos verdes son los ojos de sus dibujos, su barba y su cabello enmarañado evocan al pintor errante cuando fue alcanzado por los años, cuando lo hirieron las flechas del escarnio.
Su sombra vaga por ahí, escondida en los túneles del tiempo, brumosa en los horizontes de sus caminatas sin final.
Hablamos del Amparán público, del que todos conocimos, del que alguna vez recibimos una sonrisa, un guiño cómplice.
De ese Amparán hablamos, mas no del otro, del Amparán solitario y tímido, de que aquél que sólo aspiraba a que le aceptáramos el tributo de su arte inmortal.
No hablamos tampoco del Amparán que leía a los clásicos, que despertaba de sus pesadillas soñando con las intrigas palaciegas de Hamlet, que se embelesaba con Rivera y con Siqueiros, que tuvo en da Vinci su referente artístico, que estudió y se pulió en San Carlos, que en Hollywood y otros lares recibió el reconocimiento que en su tierra le fue vedado, crucificado por los estigmas de la mediocridad.
Si algún respeto nos merece su memoria, es hora que se vindique su figura para que no pase lo que paso con Mayer´s, con la primera gasolinería, con una sección del Hotel del Norte, con las casas del Campamento, con el caso actual de la vieja presidencia, con tantas otras huellas de nuestro ayer.
No nos quedemos con el reclamo inútil y tardío de que resurjan a base de recordar, cuando se ha carecido del valor civil, oportuno y decidido para detener la máquina del mal que los destruyo, el talacho que derrumbó sus cimientos, el camión de la basura que se lo llevo al basurero de la historia, de nuestra historia.