Nunca imaginé que el primer plantel educativo a remodelar con los 8 millones de pesos que gestionó Jesús Valenciano ante el Gobierno del Estado fuera la primaria Rafael Ramírez Castañeda, que empezó a trabajar en septiembre de 1961, como quien dice anterior, en el barrio de La Laguna Seca, bajo el nombre de primaria Activo 20/30, con el profe Salatiel Castañeda de director.
Los años pasaron y el sector fue transformándose de habitacional a comercial y en albergue de oficinas magisteriales, y un mal día ya no hubo niños para inscribir y su condena fue ineluctable.
Sus viejos muros que yo creía eternos cayeron ante el peso de la maquinaria y la fuerza de los trabajadores, quedando sólo un montón de escombros donde hubo risas, juegos, impartición de sabiduría y alegría, vocación por la enseñanza y ruidos de los animales que pastaban cerca: rebuznos de burros errantes, bramidos de vacas lecheras, aullidos de coyotes, ojos insomnes de lechuzas, croar de sapotoros y ranas, saltos de charales de múltiples colores, cangrejos y tules en los canales que circundaban el rumbo, también la solitaria casa donde vivía Alfonso Amparán, el futuro gran pintor.
Creo que los picos y las palas que vi demoliendo mi querida escuela, en cuyo patio estaba la modesta vivienda del profe Salatiel y su familia, también arrazarán con la vieja cancha de básquet, así como los avatares de la vida arrasaron con los sueños de tantos de mis ex condiscípulos y premiaron los esfuerzos y sacrificios de otros, entre ellos los del Torero Gómez, calificado como el mejor maratonista mexicano de la historia, que entre clase y clase salía a correr, que se robaba la hora del recreo para correr, correr y correr sobre el césped silvestre de aquella laguna que un día se cansó de esperar la lluvia y se secó, justificando así su triste y premonitorio apodo: La Laguna Seca.
El miércoles pasado, en pleno calorón de mediodía, con el sol mordiendo, en la grata compañía de mi cuñada Nany y mi nieta la Guayaba, pasé por ahí y vi el desastre.
Con hábil y arriesgada maniobra estilo Checo Pérez, di el volantazo y rayando llanta me detuve ante la vetusta puerta, donde Garibay nos vendía sus ricos cueritos y sus membrillos enchilados, medianamente limpios, sumamente caros para el vacío bolsillo.
Le dije " con permiso" a su fantasma y pasé a donde la cuadrilla de trabajadores hacía su cruel labor destructiva.
El ingeniero en jefe, que seguramente algo tiene de poeta, algo raro me notó y acercándose, luego que se desengañó que no se trataba de un golpe de calor sino de algo más grave, con voz condolida le dijo a su gente:" A este señor lo está matando un recuerdo".
Me reconoció y sin decir palabra se alejó unos pasos, le dijo a la Guayaba que tomara una foto de la placa de inauguración que estaba en el suelo lista para el kilo, y mudo, con la vista baja, me entregó otra, con la que hace tanto el director Ruiz Aldaz, profesores, padres de familia y alumnado bautizaron inmerecidamente con mi nombre la modesta biblioteca que estaban por derrumbar.
Salí de ahí sudando calor y lágrimas y por más que estiré el pescuezo hacia todos lados no pude ver ni uno de los recuerdos que vi en la media hora que pasé en el patio de mis sueños.