Un grupo de notables de la población, incluidos dos chamachos metiches y cuatro mirones en las alturas, asisten a un acto cívico en la primera presidencia municipal de Delicias, calle 5a y avenida 3a Norte.
Paz y trabajo en aquel mundo nuevo, mientras Europa y el Pacífico eran testigos mortales de la terrible guerra de las ambiciones y desenfrenos humanos.
Aún humeaban los despojos radioactivos de Hiroshima y Nagasaki, aún el Escuadrón 20, con el que México luchó al lado de los ejércitos aliados, no acababa de llorar a sus muertos al enfrentarse a los fieros japoneses en los mares del sur.
Aquí las noticias de aquellas tragedias tardaban semanas en llegar, aquí la noticia diaria era una nube pasajera que presagiaba lluvia, era el nuevo tenderete de novedades que se había instalado en el recién estrenado Mercado Municipal, hoy Mercado Juárez, era la primera cosecha de uva, aquel novedoso producto agrícola que tanta fama daría a la región, era la helada tardía que en cuestión de horas acabó con la cosecha esperada todo un año, era la reyerta a muerte conque dos borrachos habían dirimido sus diferencias de amores ante la barra de madera tosca del Centro Algodonero.
Un año después, según denuncia la foto del Club Rotario, se iniciaba la construcción del Cine Río, que se sumaría al Alcázar y al Rex como los dos únicos cines de aquella colmena humana de despertar temprano y acostarse, antes de que la oscuridad tipo Led oscureciera las calles y avenidas de terrado y baches naturales.
Los constructores del Río, que también levantarían el Lux, no parecían precisamente arquitectos con la elegante facha de los de hoy.
Eran hombres asoleados, magos del nivel y la plomada, del adobe de soquete tramado con sacate.
Eran albañiles de natural talento, hombres de jornadas de diez horas, de comer en cuclillas el banquete de frijoles o papas con o sin queso y el café negro o con leche bronca que les habían entregado a las carreras al salir de sus casas de eso, de adobe de soquete tramado con sacate.
Hombres que construían obras que duraban hasta que se acababan o hasta que, como en el caso del Rio, hasta que la brasita de un cigarro mal apagado ponía fin a sus historias de películas épicas, de funciones en vivo con los mejores artistas del país, de historias reales de amores reales inflamados a la tenue y cómplice semi oscuridad de sus penumbras.