Carlos Gallegos
El término de un año, la feliz perspectiva de iniciar otro, acaso más venturoso. Los recuerdos amargos y dulces del viejo calendario en sus meses han quedado, sumados a la cuenta larga de la vida.
Algunos seres queridos se fueron por la puerta negra de la evocación romántica, por el sendero del inelucutable destino de lo eterno.
Unos se fueron sin decir adiós, otros en sentidas despedidas, unos dejando un legado, muchos legados,otros dejando sólo una pálida sombra de su paso terrenal.
Al Piano, ese gigante de la foto, ese ser de incógnito nombre propio al menos para mí, ese desconocido tan conocido en nuestras viejas calles citadinas, el estallido de un flamazo de platino de René Martínez lo retrató de cuerpo y corazón entero al estirar su brazo e inclinar su corpachón para regalar su tesoro extremo, su óbolo último, lo último que cargaba en su bolsa exahuasta.
Lo capturó para siempre en el preciso instante en que, gozando, entrega lo que no tiene, lo que su vida errabunda le ha vedado.
Qué hombre fue este gran señor.
Él es, a mi ver, el sublime ejemplo de los que se van y no deben irse, de los que se van y nos hacen falta, de los que dejan un hueco en los corazones de quienes se vieron reflejados en el ocre brillo de su dentadura manchada por los años y la ruina, en sus ojos apagados de brillo, pero que a tientas buscan la mano extendida y plañidera para ofrendar su riqueza única, obsequiando el mejor gesto de su blando corazón.
Un año nuevo el Piano se esfumó en sus torcidos y felices vericuetos, se lo llevó una polvadera de oro y la viejita tomó su lugar vacío ante el siguiente indigente.
En su memoria y para siempre...
¡FELIZ AÑO 23!